Las universidades ante el reto de mayor flexibilidad, incorporación de tecnología y adecuación de normas

FORO. La educación superior en América Latina y el Caribe debe replantear sus métodos. Desde Santa Cruz buscan trazar una hoja de ruta inclusiva y sostenible.

El 30% de los alumnos registrados en establecimientos de educación superior en América Latina y el Caribe, no asisten a clases. Después de la pandemia de Covid-19, las aulas están más vacías y la deserción se produce, entre otros factores, debido a que no hay una relación entre la educación y las necesidades del mercado, pero también porque las clases han dejado de ser satisfactorias y hoy la modalidad de estudio en línea es una realidad.

Esto exige la redefinición de los modelos tradicionales de educación superior y la incorporación de la flexibilidad en los sistemas de estudio, con un aumento progresivo de la modalidad virtual tanto en pregrado como en postgrado; la generación de minicredenciales para reconocer la formación en herramientas y conocimientos específicos, que vayan más allá de las modalidades tradiciones de titulación, como una licenciatura, diplomado o maestría; el impulso real a la investigación y desarrollo desde las universidades; y la inclusión de la tecnología y todo lo que conlleva la Inteligencia Artificial (IA), como herramientas y aliadas en los procesos de formación.

Estos son algunos de los desafíos y oportunidades que se identificaron durante la primera jornada del foro “El Futuro de la educación, reflexiones desde Bolivia para Latinoamérica”, organizado por la Universidad Franz Tamayo, y que «busca ser un espacio para trazar la hoja de ruta hacia la construcción de la educación que queremos; un espacio que apuesta por una educación de calidad, inclusiva, pertinente, relevante a lo largo de la vida y para el desarrollo sostenible”, expresó la rectora de la institución, Verónica Agreda.

 

El foro, que se realiza hasta este viernes en Santa Cruz, cuenta con la participación de organismos internacionales como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal); el Instituto Internacional de la UNESCO para la Educación Superior en América Latina (IESALC) y la Organización Universitaria Interamericana (OUI); representantes de los ministerios de Educación de Bolivia y Chile, además de representantes de universidades y del sector empresarial.

Francesc Pedró, director del IESALC, expresó la necesidad de revisar cuál es el valor añadido que hoy le está brindando la universidad a los estudiantes, indicando que hay una ventana de oportunidad y que las instituciones académicas van entendiendo que se requiere una experiencia gratificante y flexible, que llevará a una mayor hibridación en los sistemas de estudio.

“Todo lo que se pueda, debe hacerse a través de una plataforma, no en clase. Debe haber algo más de lo que se puede hacer solo y en pijama”, indicó Pedró.

Tecnología para impulsar la inclusión

Chile, desde el Gobierno central y en coordinación con diferentes sectores, está impulsando innovaciones tecnológicas para la inclusión educativa. En este proceso, lo más importante es usar la tecnología como una herramienta y no como un fin en sí mismo, aseveró Víctor Orellana, subsecretario de Educación Superior de ese país.

La experiencia chilena refleja que el hecho de que más gente llegue a la universidad, no basta para mitigar la desigualdad estructural. En su país, hay una cobertura bruta del 70% en educación superior, pero esto no ha tenido impacto en una mayor productividad o la mejora de ingresos para los trabajadores; tampoco se ha traducido en mayor innovación y desarrollo.

Por ello, fue enfático al señalar que la educación debe estar conectada con las necesidades del entorno, es decir, aportar al desarrollo humano y a la producción sostenible. Por ejemplo, hoy en Chile los requerimientos están en la producción de hidrógeno verde, el litio y las políticas de descarbonización, entre otros temas.

Además, desde el Gobierno y en alianza con diferentes sectores, se está avanzando en la flexibilización y hoy un 30% de la formación universitaria se realiza en línea. Se está trabajando para incorporar un sistema de microcredenciales, que permitirán la formación continua y la certificación de habilidades específicas. Otro proyecto en el corto plazo, es la capacitación de 100 mil personas en habilidades digitales, con el objetivo de promover inversiones extranjeras.

El representante de la Cepal enfatizó en cuáles son los problemas a cuya solución debe contribuir la educación superior.

Romper un círculo vicioso

Cambiar el enfoque tradicional de la formación universitaria es esencial para romper el círculo vicioso de los países de la región: bajo crecimiento, alta desigualdad y alta violencia, que repercute en un enfoque productivo basado en materias primas, escasa agregación de valor ingresos bajos, un sistema educativo tradicional y baja inversión en ciencia y tecnología.

Javier Medina Vásquez, secretario ejecutivo adjunto de la Cepal, explicó que no romper este proceso, lleva a la región a “ir completando una década aún más perdida que la década perdida”, por lo cual hay que acelerar los cambios. Indicó que desde la Cepal se están impulsando once grandes transformaciones, que en materia educativa se enfocan en el desarrollo de las “capacidades TOPP”, es decir, técnicas, operativas, políticas y prospectivas. A partir de ellas, se puede impulsar la productividad, la inclusión y la sostenibilidad, pero esto implicar dar un “salto alto” en investigación e innovación, precisó Medina.

Además, dijo que es necesario reestructurar las organizaciones educativas, impulsando cambios hacia nuevas tecnologías, nuevos roles para los docentes y el uso de la IA como un colaborador en estos procesos. A esto se suma la urgencia de generar espacios para quienes hoy no pueden acceder a la educación superior, lo que es fundamental para reducir la desigualdad y las brechas, en especial la de género.

Estos son algunos de los desafíos compartidos por el sistema de educación superior en América Latina y el Caribe, cuyas soluciones pasan también por la adecuación de las normas de cada país, la generación de presupuestos para investigación y desarrollo -que debería alcanzar al menos un 15% del presupuesto de una universidad- y la conexión real con las necesidades del mercado y, fundamentalmente, de las personas.